lunes, 14 de noviembre de 2016

El ministerio relámpago.



Fue tan escasa su importancia como breve su duración, pese a lo cual no hay libro sobre la historia del siglo XIX que no vea iluminada alguna de sus páginas con el destello, porque eso fue, un visto y no visto, de la chifladura de aquel nombramiento.

Ni era la primera vez, ni sería la última que la reina iba a poner su firma y, como una niña descubierta después de hecho algo mal, echar la culpa a los demás. Así había pasado en 1843, cuando pintó su firma sobre los decretos que Salustiano Olózaga le había presentado, pero entonces, y aunque era reina, contaba con apenas 13 años; y así ocurría ahora, en octubre de 1849, con diecinueve años cumplidos, embarazada, cuando cedió a los ruegos de una de las camarillas de palacio, y aun a los deseos de uno de sus favoritos entonces también: el seductor marqués de Bedmar, introducido en la corte para alcanzar la alcoba de la reina, por el Marqués de Salamanca.
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La camarilla del rey Francisco de Asís no es la única que se esfuerza en influir en los asuntos del reino. Otras, como la conocida “Camarilla napolitana” comandada por la reina madre y su esposo Fernando Muñoz, o la muy católica del padre Fulgencio, confesor del rey, sor Patrocinio, la Monja de las Llagas, y en menor medida, sor Sacramento, también toman partido en un juego en el que el rey intriga tanto como es objeto de las intrigas de los demás. Un juego confuso en el que las camarillas parecían actuar conjunta o separadamente según los intereses del momento.

Varios son los interesados en privar a Narváez del gobierno que dirige desde 1847, y varias las versiones sobre las recomendaciones que la reina recibe para exonerarlo del cargo, que no son incompatibles. Que Isabel firme el decreto a petición de su amante Manuel Antonio Acuña y Dewite es posible. Una reveladora nota de la reina a su marqués preferido indicándole que, llegado el momento, pase la mano por la barandilla de su palco en la velada teatral a la que ambos van a asistir, si desea que Narváez sea destituido, parece que involucra Bedmar. Pero que el rey Francisco de Asís aliente a la reina a un cambio de gobierno parece también impulso capaz de doblar la voluntad voluble de la reina. No son amigables las relaciones entre el rey y Narváez. Es el monarca consorte, alentado por su camarilla, defensor de su pretensión a participar en el gobierno, pues tiene una visión absolutista del poder. Tampoco es mayor la estima que del general tienen el padre Fulgencio y sor Patrocinio, cuya antipatía por el duque de Valencia es notoria, a causa de la escasa observancia de las prácticas religiosas por parte del general.
Resultado de una u otra cosa, o de ambas, el caso es que aquel 18 de octubre sobre las cinco de la tarde da aviso la reina al presidente de su intención de sustituir el gobierno. 
 
Apenas dos horas más tarde, se presenta en palacio Narváez y su gobierno, que presenta la dimisión, cuya aceptación se publica el día siguiente: “Atendiendo a las razones que me ha expuesto el Presidente del Consejo de Ministros D. José María Narváez, Duque de Valencia, Capitán General de los Ejércitos, vengo en admitirle la dimisión que me ha hecho del expresado cargo, quedando altamente satisfecha del distinguido celo, suma inteligencia y lealtad con que lo ha desempeñado. Dado en Palacio a 19 de octubre de 1849.

El nuevo gobierno, hechuras de la camarilla del rey y de la facción ultracatólica, lo preside el general don Serafín María de Soto, conde de Clonard, que asume la cartera de Guerra; Cea Bermúdez es nombrado Ministro de Estado; el general y mariscal de campo don Trinidad Balboa, de Gobernación, ocupándose también interinamente de la cartera de Comercio, Instrucción y Obras Públicas, nombramientos estos y los de los restantes ministros que fueron firmados por la reina ese día.

Durante las siguientes horas María Cristina, la reina madre, habla con su hija, que siempre encuentra justificación y culpa en otros. Convencida del error, Isabel llama al duque de Valencia. Narváez acude a la llamada de la reina: ─Ramón, Francisco me asustó, no tuve más remedio, compréndeme. Y el general es repuesto. Acostumbrado como está a disolver gobiernos, se dirige al conde Clonard en frase que se ha hecho célebre: ─Vuestra excelencia puede ir a descansar de sus fatigas. El gobierno todo ha sido cesado. Ha durado veintisiete horas.

De modo que también dado en Palacio, pero al día siguiente la reina rubrica el siguiente decreto: “Atendiendo a los altos merecimientos, extraordinarios servicios y acrisolada lealtad de D. Ramón María Narváez, duque de Valencia, vengo en nombrarle Presidente de mi Consejo de Ministros, siguiéndole los ceses de los nombrados el día anterior y los nombramientos de nuevos ministros, en los respectivos decretos rubricados por la reina.

Al mando de todo otra vez, el espadón de Loja actúa sin contemplaciones. También a esto está acostumbrado, y puesto que sabe que lo sucedido ha sido, según sus propias palabras, un drama preparado por un fraile, una monja y un rey, que ha terminado en sainete, está dispuesto a poner a cada uno en su lugar: al padre Fulgencio, en el convento que los escolapios tienen en Archidona; a sor Patrocinio en un convento de Talavera de la Reina y puesto que al rey no lo puede encerrar en el Alcázar de Segovia, como hubiera querido, se limitó a confinarlos en sus habitaciones, lo pagan sus adláteres, el secretario Martín Rondón es enviado a Oviedo y Baena, otro de los servidores de don Paquito, a Ronda.

Tampoco se olvida el duque de Valencia del conde Clonard y su efímero gobierno. Clonard es destinado, en situación de cuartel, a Jaén; y el general Balboa, antiguo jefe de la policía fernandina, y cruel represor de carlistas en Castilla, a Ceuta. Curioso destino para él si tenemos que cuenta que tras la creación la policía española en 1824, Balboa, que la dirigía entonces, durante la estancia de los reyes en Aranjuez, se ocupaba de dar el parte con las novedades al rey. La reina Isabel de Braganza, conocedora de las infidelidades del rey felón durante sus correrías nocturnas, pidió a Balboa incluyera en el parte la siguiente nota: “Sepa Vuestra Majestad que no ocurre más novedad que la alarma de vuestros fieles súbditos, temerosos de que los aires fríos y húmedos de la noche ataquen vuestra prestigiosa salud”, lo que molestó al rey felón, que a punto estuvo de castigar a Balboa con el destierro al presidio de Ceuta. No iba a tener tanta suerte esta vez.
La luz del ministerio relámpago se había apagado.
 
 
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